Entre el garrote y la impunidad
OLOR A DINERO
Por: Feliciano J. Espriella
La violencia del 2 de octubre en la CDMX mostró que el país sigue atrapado entre dos extremos: la represión del pasado y la permisividad del presente. Ambos dañan a la sociedad; urge un equilibrio basado en la ley.
La conmemoración del 2 de octubre volvió a mostrar que en México seguimos atrapados en un falso dilema: o reprimir con brutalidad —como lo hacía el viejo régimen priista y panista— o dejar que el vandalismo campee con absoluta impunidad —como sucede hoy bajo la 4T. Ninguno de los dos extremos es aceptable. El Estado debe proteger el derecho a la protesta, pero también salvaguardar la integridad de los ciudadanos y el patrimonio público y privado.
La marcha de este 2 de octubre en la Ciudad de México derivó en violencia y desorden. Los números son contundentes: 123 personas lesionadas, de las cuales 94 eran policías; tres permanecen en estado delicado. Hubo además 29 civiles heridos, y pese a todo, solo una detención en flagrancia. Un retrato de impunidad.
Los llamados “Bloques Negros” atacaron con piedras, palos y petardos. Golpearon policías caídos, vandalizaron negocios, incendiaron mobiliario urbano y saquearon comercios, entre ellos una joyería y una Tienda 3B. El saldo económico, según la CANACO, superó los 24.7 millones de pesos, con más de 7,500 negocios obligados a cerrar. Y mientras comerciantes contaban pérdidas, el gobierno capitalino hablaba de “saldo blanco”.
El falso dilema de la 4T
Desde el inicio del sexenio, la estrategia ha sido clara: tolerar plantones, bloqueos y vandalismo disfrazado de protesta, con tal de no cargar con el estigma de la represión. El costo de esa permisividad lo pagan los ciudadanos que nada tienen que ver con las marchas: empresarios que ven caer sus ventas, familias que no llegan al hospital, transportistas que pierden mercancía.
Este modelo tiene consecuencias: fomenta la percepción de que delinquir en una manifestación no acarrea sanciones. Y esa percepción se convierte en incentivo. La violencia se repite porque el costo penal es mínimo. No es casualidad que año con año los disturbios se intensifiquen y que los policías —a quienes se les exige contención casi angelical— sean quienes más resultan heridos.
El espejo del pasado
Vale la pena recordar que en el pasado el péndulo estaba en el otro extremo. En tiempos del PRI y PAN, la respuesta del Estado era la represión: desde los granadazos contra estudiantes en Guadalajara en 1991, hasta Atenco en 2006 o las golpizas a maestros en Oaxaca en 2016. El saldo eran muertos, cientos de detenidos y la criminalización de la protesta social.
Ese camino no es opción. Pero tampoco lo es el modelo actual, donde se confunde garantizar la libre manifestación con permitir saqueos y violencia. Como dice el viejo refrán popular: tan malo es el pinto como el colorado.
El costo social y económico
Los disturbios dejaron claro que la violencia callejera no solo golpea a policías y negocios, sino que erosiona la confianza ciudadana. Cuando las autoridades hablan de “saldo blanco” mientras hay más de 120 lesionados y pérdidas millonarias, el mensaje es devastador: las prioridades son políticas, no sociales.
El empresariado ya expresó su hartazgo. La CANACO exigió apoyos fiscales para las empresas afectadas y criticó la inacción del gobierno. Mientras los comerciantes piden protección, las autoridades prefieren minimizar los hechos para mantener la narrativa de que en la 4T no se reprime. Pero la inacción también es una forma de violencia: la que se comete contra quienes trabajan, pagan impuestos y ven su patrimonio destruido sin que nadie responda.
Ni represión ni impunidad: ley
La moraleja es simple: urge un equilibrio. No se trata de volver a los años oscuros de la represión, pero tampoco de seguir naturalizando el vandalismo. La aplicación de la ley no es represión: es el mínimo de una sociedad democrática. Quien destruye propiedad, hiere a un policía o saquea un negocio debe enfrentar consecuencias legales inmediatas.
La democracia se defiende con reglas claras y con respeto a los derechos de todos, no solo de quienes gritan más fuerte. La libertad de manifestación es un pilar del Estado de derecho, pero lo mismo lo son la seguridad ciudadana y el respeto al patrimonio colectivo.
En suma: ni tan tan, ni muy muy. Ni represión brutal ni impunidad absoluta. México necesita un modelo de autoridad que proteja la protesta legítima, pero que no tolere el crimen bajo el disfraz de la inconformidad. De lo contrario, lo único que se multiplicará es el caos.
Por hoy fue todo, gracias por su tolerancia y hasta la próxima.