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¿Con “chicha” o sin “chicha”?

2018-12-14 | Tomado de internet | Sección: Principal

Esta es la historia del taquero que se atrevió a utilizar tortillas de maíz para vender carne asada: El “Muñeco”

Por Hilario Olea Fontes/ Ehui.com

Alfredo Atanasio Ruiz González pudiera haberse perdido en el mapa nacional, como tantos hijos de campesinos que viven, crecen y mueren en la tierra donde vieron su primera luz.

Pero él tuvo la suerte de convertirse en una celebridad local, en una ciudad lejana a Cuautiltán Izcalli (Estado de México), trasgrediendo los cánones gastronómicos regionales: tortilla de maíz en los tacos de carne asada.

El famoso “Muñeco” vivió una historia de éxito –y hoy cosecha los frutos de su fama en la nostalgia de sus numerosos clientes– con la ayuda de un pequeño asador montado en su motocicleta de tres ruedas.

Hoy, a sus 80 años de edad, dice que ya se jubiló. Que no volverá a instalarse en la esquina de Iturbide y Niños Héroes, en El Mariachi. Que ya está cansado. Que ya trabajó mucho.

Y vaya que sí lo hizo.

El muñequito

Don Alfredo, el “Muñeco”, nació el 2 de mayo de 1938. Su madre biológica trabajaba como empleada doméstica en el Estado de México, “como decían antes, de ‘gata’, y la tenían esclavizada en un cuartito”. Ella lo guardaba en una pequeña caja de madera donde literalmente no cabía y sus piernas quedaban encogidas. Así creció sus primeros meses de existencia y sus extremidades sufrieron las consecuencias.

En cierta ocasión, su madre se encontró con una hija de la pareja que se ofreció a apadrinar al niño cuando éste contaba con ocho meses de edad.

La pareja, Juan Ruiz y Juana González, le pidieron a su madre la oportunidad de hacerse cargo del niño y ella aceptó. Así que después de registrarlo, Alfredito llegó a un hogar que ya contaba con cuatro hijos, tres mujeres y un varón.

Sus padrinos –que se convertirían en sus padres– iniciaron el proceso de corregirle sus piernitas colocándolo dentro de una pila de arena que permitía que sus extremidades quedaran rectas. “Ahí me enterraban las patas para que quedaran estiradas, luego me sacaban y así lo hacían. Hasta los dos años empecé a caminar. Quedé bien”.

Sus “nuevos” padres lo criaron y en cuanto tuvo edad suficiente para trabajar se incorporó a la actividad laboral, junto a todos. Desde pequeño trabajaba en las siembras de temporada. “No fui a la escuela por estar en la pizca”, recuerda. Y aunque trató de compaginar ambas actividades, fue más fuerte en el la vocación por el trabajo y dejó los estudios a temprana edad.

En su adolescencia dejó cambió el campo por el oficio de albañil. “A esa edad ya me salí de la casa, porque quería ganar más dinero. Crecí y ya me daba vergüenza ir a la escuela. En las tardes que llegaba de trabajar, en lugar de ver la tele me subía a un caballo y me iba a las milpas”.

En esa época se inscribió en el Servicio Militar en donde obtuvo cartilla en blanco, por sus múltiples ausencias debido a sus ocupaciones laborales.

El “Muñeco” recuerda que en su pueblo abrieron una fábrica de productos de plástico. Empezó a trabajar ahí durante un mes, pero no pudo sostener el empleo porque le pidieron la cartilla y el certificado escolar. No tenía ninguno de los dos.

Después se fue de ayudante de ingeniero en una construcción cerca del Lago de Guadalupe. “Pero yo quería progresar, hacer algo”.

Con rumbo a Sonora

A los 19 años de edad se aventuró a seguir el ejemplo de unos señores que conocía y que sabía que se habían trasladado al Valle del Yaqui para trabajar en la construcción de canales de riego. “Llegué en el tiempo de la pizca del algodón, en agosto, y eran muchas hectáreas las que tenían ahí sembradas”. Posteriormente se trasladó a Fundición, Sonora, donde trabajó por varias temporadas hasta que se mudó a la Costa de Hermosillo.

Poco después llegó a la capital sonorense en donde supo que el padre Pedro Villegas, entonces director general del Instituto Kino, empleaba a jornaleros para ir a la pepena en los campos de las familias agricultoras de la época, mercancía que se destinaba a las comidas de sus pupilos.

Después de esa labor, el padre Villegas anotó al “Muñeco” y a un grupo de jornaleros dentro del programa de braceros promovido por el gobierno.

Ahora el destino lo guiaría a los Estados Unidos.

De Hermosillo salieron a Empalme, donde se concentraban todos los aspirantes a trabajar en el otro lado. En tren llegaron a la frontera y cruzaron a Yuma, Arizona, en donde le pidieron sus documentos. Pero el destino le jugó una mala pasada, porque su nombre no estaba escrito correctamente; le faltaba el “Atanasio”. Y eso fue motivo para su inmediata deportación.

“No estuve ni un día en el campo. Y ahí vengo de regreso y luego sin ‘cinco’”.

Regresó a Hermosillo sin dinero y sin haber comido. El tren lo dejó en la estación y trató de establecer amistad con unos albañiles, sin tener éxito. Así que le pidió al velador que le permitiera pasar la noche ahí. No tenía a dónde ir.

Al día siguiente se fue a caminar y preguntó cómo llegar a la Costa. Alguien le indicó que tomara la calle Veracruz hacia el poniente y que pidiera raite. Así lo hizo y así fue como llegó de nuevo a los campos agrícolas. Era noviembre de 1959.

Por fortuna, el “Muñeco” consiguió trabajo y estuvo varios meses trabajando bajo las órdenes del jefe de zurqueros. Ahí tenía donde comer y donde dormir. Pero en abril de 1960 llegó una carta de parte de sus hermanas, en la que le informaban que en Hermosillo vivía una señora, amiga de la familia, y le sugerían que fuera con ella.

Y así lo hizo.

El encuentro con la gastronomía

Llegó a la capital de nuevo, a la Colonia 5 de Mayo, buscando a doña Rafaela González, quien lo recibió en su casa. Después de unos días le comunicó a su anfitriona que quería regresar al Valle del Yaqui. Ella le pidió que se quedara. Para convencerlo le instaló un puesto de raspados, pero el oficio no lo convenció del todo. “Duré ocho días vendiendo raspados”.

Doña Rafaela trabajaba en el Hotel Gándara como cocinera (en una época de gran apogeo para el establecimiento) y le ayudó a conseguir empleo ahí como lavaplatos. Pero como el “Muñeco” sentía que era un oficio para mujeres, se empeñó y consiguió que lo movieran a ayudante de la cocina.

Ahí inició formalmente su carrera gastronómica.

Por espacio de ocho años laboró en el Hotel Gándara, bajo la dirección de don Raúl Gándara. Durante ese tiempo, recuerda, Javier Gándara Magaña era botones. Y al niño Ernesto Gándara Camou le preparaba “pollo a la francesa”.

Pero un buen día, por un desafortunado error que a él le endilgaron, se hizo de palabras con don Raúl y fue despedido.

“Yo sabía trabajar y cuando me corrieron salí de ahí y agarré chamba en La Pitic”. Era el año 1968.

Cerca de ahí era construida una residencia (aproximadamente detrás de donde ahora se encuentra Santovalle) y le dieron empleo como ayudante. Después de ese proyecto siguió otro y luego otro… hasta que se encontró en la calle con don Raúl. El señor Gándara –quien a estas alturas ya sabía lo que en realidad había sucedido– le externó su arrepentimiento y se ofreció a liquidarlo con un considerable monto.

Con ese dinero, 6 mil 500 pesos, compró su primera motocicleta de tres llantas. Y ahí comenzó su carrera como taquero.

“Hacía barbacoa, cabeza, salsa. En la moto ponía las ollas con los cocidos y daba a peso los tacos”.

Se movía por toda la ciudad y se instalaba en puntos estratégicos, según la hora, buscando los lugares de más afluencia. Por las noches y las madrugadas se instalaba por rumbos del bulevar Kino, donde solían estar las mujeres de tacón dorado, y siempre tenía clientela.

En ese entonces se surtía de sus productos para los tacos en el Súper VIC, lugar donde los clientes y amigos organizaron la rifa de un carro. Accedió a participar comprando el boleto número 76.

La suerte le estaba cambiando.

En aquel día sus amigos lo encontraron trabajando en su motocicleta y le dieron la noticia: “Alfredito, aquí te traemos el carro”. Él siguió vendiendo tacos, porque tenía clientes que atender.

No se quedó con el premio, porque decidió vender la unidad motriz en 150 mil pesos e invertir el dinero en un terreno.

Y entonces llegó la carne asada.

Las décadas del asador

El “Muñeco”, ya con 30 años de edad, decidió cambiar los tacos de barbacoa y cabeza por la carne asada. Y ahí empezó la leyenda que hoy es conocida prácticamente en toda la ciudad y fuera del estado.

Al preguntarle la razón que lo llevó a utilizar tortillas de maíz en lugar de tortillas de harina, su respuesta fue sencilla: “Porque las de harina se remojaban con el frijol y el chicharrón, y las de maíz no”.

En un principio él mismo se encargaba de producir el chicharrón en unas cazuelas grandes, después decidió que era mejor comprarlo ya frito para facilitar un poco la difícil tarea de cocinarlo con chile y hacerlo pasta.

Dice que la receta del “chicha” la tiene su hijo Daniel Ruiz Higuera, quien no quiso seguir la carrera gastronómica de su padre.

El otro ingrediente, los frijoles, también representaba un reto diario, porque tenía que darle muchas vueltas, echándole harina de trigo de poco en poco para lograr la consistencia exacta.

Pero después de 48 años de servir tacos a diestra y siniestra, aderezando su tarea con la clásica frase “¿Con ‘chicha’ o sin ‘chicha’?” y con la evasiva “Uuuy, se me acaban de terminar”, cuando alguien preguntaba en complicidad o con ingenuidad por las tortillas de harina, el “Muñeco” decidió que era momento de cerrar el negocio.

“El año pasado arreglé todos los permisos, todos los papeles, pero ya no quise seguir”.

La jubilación

Una decaída en su salud fue el pretexto que lo motivó a dejar el oficio.

Pero aunque hoy se encuentra bien (tan bien que cuando se realizó la entrevista recién había terminado de podar un árbol en el patio de su casa), ya no tiene intenciones de ponerse de nuevo frente al asador, a menos de que sea para consentir a sus hijos y sus familias.

Hoy pasa sus días leyendo noticias y viendo telenovelas. Su comida preferida son el pescado y los quelites de agua. Conserva intacto su buen humor.

En la entrada de su casa permanece estacionada la motocicleta más reciente que utilizó en su labor, al igual que el pequeño asador con el que sirvió los últimos tacos.

Vive tranquilo y está contento por lo que ha logrado y por el cariño que ha cosechado en varias generaciones de comensales. Dice que le han pedido que haga una taquiza de despedida. Reconoce que lo está meditando.

—¿Y por qué te dicen “Muñeco”?

—Ah, es porque cuando llegaban mis clientes con sus hijas a ellas les decía “hola, muñeca”, “¿cómo estás, muñeca?”, y luego ellas crecieron y cuando me veían me decían “hola, muñeco”. Y así se me quedó.

*La entrevista completa la puede leer en Ehui.com

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